Ahora que comienzan las obligaciones del año corremos contra el tiempo, tiempo que no existe, hay quienes creen que el presente es el único tiempo real, porque somos un continúo “ahora”, una sucesión de acontecimientos, una cronificación del cotidiano. Pero también hay quienes evalúan que el presente no existe  como tal y no podemos percibirlo, cuando lo intentamos ya pasó; desde esta perspectiva el presente es pensado a futuro y recordado a pasado, pero es  absolutamente ínfimo aunque nos esforcemos por eternizarlo. 

Nuestro cerebro se rige por periodos pero no está programado para funcionar entre horarios y organización de actividades, por el contrario, nuestro ritmo interno se guía por la evaluación de los estímulos del ambiente y las necesidades fisiológicas, sin embargo aprendemos y nos disciplinamos dentro de los dispositivos culturales para cumplir con las exigencias de su funcionamiento a fuerza de repetición hasta naturalizar los hábitos.

En organizaciones sociales burocráticas, en las grandes capitales con la voracidad de la boragine, corremos contra nuestro propio tiempo y siempre llegamos tarde, porque necesitamos todo para ayer.

Los niños comienzan las clases, corremos por los útiles, aquellos que quizás no usen hasta mitad de año. Los pacientes se impacientan, quieren el turno ya y el chequeo porque vuelven del periodo vacacional. Los problemas psicosociales que permanecieron intactos parecen recrudecer con la inminente cercanía del otoño, y las vacaciones nunca alcanzan.

El periodo veraniego y su disposición vacacional nos predispone al disfrute ya que la energía disponible orgánicamente es mayor durante este periodo, el sol y las temperaturas, la vegetación, a pesar de las olas de calor y más allá de la división simbólica entre el team verano vs. el team invierno, somos seres biológicos y ello nos hace adaptarnos a los diferentes ciclos del ambiente en pos de nuestro bienestar; es por eso que el verano es una época necesariamente de recarga energética, más allá del significado que cada uno le dé.

Pero como decíamos, las vacaciones no alcanzan y esto es porque vivimos sobre exigidos de modo que tenemos muy cortos periodos de descanso y disfrute, que además están nublados por el deber que le sobreviene. El costo vacacional en términos tanto económicos como simbólicos es muy alto. Sumado al dinero que debemos destinar a este periodo, nos acompaña la permanente rumia respecto a la vuelta de las vacaciones. Son pocas las personas que pueden tomar el tiempo realmente necesario para recomponer el gasto energético y el desgaste que las largas jornadas laborales produjeron a lo largo de todo el año, además al encontrarnos programados por los hábitos, llevamos nuestra rutina de vacaciones, tanto horarios como preocupaciones.

No quiere decir que no podamos disfrutar, sin embargo, muchas veces volvemos a la rutina con sensación de necesitar “vacaciones de las vacaciones” y con ese pesar afrontamos todas las nuevas exigencias del nuevo periodo, que no deja de ser un continúo presente.

Pero entonces ¿cómo evitamos el desgaste permanente?

Desarrollando hábitos saludables en nuestra cotidianidad, pero estos no son un listado de actividades, sino un análisis profundo de lo que cada uno necesita modificar o incorporar, es decir que no a todos nos sirve lo mismo porque no todos vivimos la misma realidad, ni contamos con los mismos recursos, ni tenemos las mismas posibilidades. Entonces hay que ser conciente y empático con la realidad existencial de cada persona, de nada sirve imponer “hábitos saludables” poco sostenibles en el tiempo o que sean percibidos como una nueva obligación. 

Desde juntarse con amigos para conversar y generar momentos de disfrute o caminar al aire libre en contacto con la naturaleza, pueden convertiste en un agente estresor si es planteado cómo respuesta mágica al malestar social o como una nueva exigencia. 

No hay coucheo posible, la persona estresada se va de vacaciones con su estrés, claro que en la mayoría de las ocasiones el estresor es externo y no podemos modificarlo pero sí reeveer y trabajar en nuestros modos de afrontamiento. Para ello es necesario desenmarañar nuestra complejidad, desandar nuestros hilos, nuestra historia, la conformación de nuestras matrices de pensamiento y comportamiento.

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