La alimentación, índice de Justicia Social
En 1979 las Naciones Unidas proclamaron el 16 de octubre como el día Mundial de La Alimentación.
Participan en nuestra alimentación, diferentes variables: la nutrición, la salud, la economía, la cultura y la subjetividad. La comida habla de nuestros cuerpos individuales vivenciados, pero también del cuerpo social; hablar de nuestra alimentación requiere un análisis político.
La alimentación constituye la principal necesidad básica para la vida y por ello debe contemplarse por todo Estado nacional para la totalidad de sus habitantes, como derecho humano universal e inalienable. Según informes de la Organización de las Naciones Unidas -ONU-, en el mundo se producen alimentos para aproximadamente 10.000 millones de personas, es decir, una cantidad mayor a la población total existente.
Sin embargo, unas 870 millones de personas viven debajo de niveles de pobreza e indigencia, imposibilitando su acceso a la alimentación total o parcial. Se estima que tan solo con un 25 % del exceso producido, que se termina desperdiciando, podría asegurarse la alimentación de las personas excluidas por el sistema.
En la actualidad, no solo la falta de alimento es un severo problema sino también, la mala alimentación influenciada por los ritmos y estilos de vida establecidos. La falta de accesibilidad a alimentos considerados sanos o naturales, libres de agrotóxicos y con formulación equilibrada de ingredientes nutricios, no solo es una imposibilidad económica, sino también cultural; sumada a la falta de conocimientos acerca de lo que ingerimos, la falta de tiempo para la preparación de comidas caseras y los atravesamiento de la industrialización, globalización y marketinización del rubro alimenticio.
Entonces, tanto la falta de alimento, como la mala alimentación -falta de nutrientes, exceso de conservantes y sustancias químicas o transgénicas, entre otras-, genera problemas severos en la salud física, en el desarrollo cognitivo, socio vincular y comportamental.
Cabe resaltar que, el intestino está considerado como el segundo cerebro, debido a que la microbiota intestinal -microorganismos propios- interviene en las funciones metabólicas y de protección frente a agentes externos y extraños. Este órgano posee una comunicación directa con el sistema nervioso, bidireccional: se conecta con el sistema nervioso y con el inmunitario. Además, está comunicación es de doble vía: el cerebro alerta acerca de situaciones de estrés al intestino interrumpiendo su función y este informa al cerebro cuando no puede procesar las sustancias ingresadas por la ingesta, logrando afectar la cognición y comportamiento a partir de procesos inflamatorios o de aumento de la permeabilidad intestinal, pudiendo generar toxicidad en el flujo sanguíneo.
Mientras que los procesos inflamatorios potencian la neurodegeneración, en el aumento de la permeabilidad intestinal, se produce la circulación de bacterias propias de este órgano a las mucosas, al hígado, al páncreas y a través del torrente sanguíneo al resto del cuerpo: piel, corazón, próstata/sistema reproductor, principalmente. De este modo, puede afectar el sistema inmunológico y favorece la producción de enfermedades autoinmunes como la artritis, diabetes, hipertensión, hipo o hipertiroides, entre otras.
La alteración de la flora intestinal -disbiosis-generan toxinas que, en exceso, producen acidosis, intoxicaciones hepáticas, entre otros daños y la sobre producción de la sustancia P, -neurotransmisor implicado en las respuestas inflamatorias y sensibilizador nocioceptivo – encargada de transmitir al sistema nervioso la sensación de dolor para alertar sobre estímulos nocivos. La acidosis del organismo genera, además de dolor, temblores musculares, insomnio, dificultades de concentración, atención, falla en la memoria, e interferencia en el deseo sexual, irritabilidad, cambios emocionales, desgano, ansiedad, palpitaciones, entre muchas consecuencias, pero sobre todo, mucha fatiga. Por ello la deficiente o mala alimentación es un gran obstáculo para nuestro desarrollo cotidiano y el desempeño de cualquier actividad.
Cuánto más variados son los alimentos que ingerimos, mayor rango de nutrientes y esto favorece el desarrollo de bacterias generalistas, aquellas que cumplen un amplio rango de funciones metabólicas y protectoras.
Por esto, la importancia de dar lugar al debate acerca de normativas que posibiliten el acceso y conocimiento sobre la alimentación, tal como la denominada “Ley de Etiquetado”.
Como vemos, el proceso alimenticio es mucho más que solo la función nutricia, es parte del funcionamiento neuro-psico-inmuno-endocrinológico, vínculo con nuestras emociones y desarrollo cotidiano. La falta de nutrientes adecuados genera todo tipo problemas orgánicos que imposibilitan el desarrollo cognitivo, principalmente durante la infancia y obstaculiza nuestro desempeño socio-afectivo.
Hablar entonces de Justicia social en materia alimenticia, implica la accesibilidad como un derecho y una responsabilidad no como un favor o una ayuda; comprometiendo a dos grandes actores, principalmente los gobiernos en el control y regulación de medidas que aseguren ese acceso, y por su parte las grandes empresas en cumplir y proveer.
Para considerar la integralidad de los derechos humanos, incluyendo estándares sustentables para el cuidado de nuestro ambiente, podemos pensar como próximos desafíos, el establecimiento de modificaciones en la regulación de permisos de cultivos locales junto a la comercialización alimenticia, políticas contra la contaminación de las aguas o el aire por gases y residuos emitidos por industrias, resguardando directamente la calidad de los alimentos que ingerimos y nuestra salud.
Los hábitos alimenticios se enlazan a la construcción de la propia identidad e interactúa con la totalidad de las actividades cotidianas, por ello la alimentación también es una construcción sociocultural. Los alimentos que elegimos o los que podemos adquirir, implican un determinado estatus, diferenciación ideológica y condicionan nuestro desarrollo y capacidades.