Barbies, O cómo se construye una persona

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Eduardo Rodríguez

Me contó mi hermana hace unos días que Lucía, mi sobrina de casi dos años de edad, anda obsesionada con el rosa, a pesar del cuidado que ha tenido ella de no darle ninguna importancia particular a ese color, ni en un sentido positivo ni en uno negativo. Hace unos años, mi amiga Laura me contó que le había sucedido lo mismo con su propia hija, aunque había tomado las mismas precauciones que mi hermana. Las dos estaban sorprendidas. ¿Cómo se había introducido el rosa en la mente y los deseos de sus hijas? Era como si tuvieran una predisposición biológica hacia este color particular.

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Claro que, evidentemente, no existe el gen del rosa, ni ningún otro tipo de asociación “natural” entre el ser mujer y esta parte concreta del espectro visual. De hecho, el vínculo entre el rosa y lo femenino no aparece en el mundo hasta los años 50 del siglo XX. Antes del XIX, nadie asocia colores particulares con un género determinado y, cuando la práctica comienza, lo hace en el sentido opuesto, reservando el rosa para los niños y el azul para las niñas. El Earnshaw’s Infants’ Department, una publicación comercial, decía en 1918: “el rosa es un color más atrevido y fuerte, mientras que el azul, más fino y delicado, queda más bonito en las chicas”. 

La popularización del rosa entre las mujeres se atribuye generalmente a la primera dama de EEUU, Mamie Eisenhower, que decoró con su color favorito la Casa Blanca en 1952. El vestido rosa de Marilyn Monroe en Ellos las prefieren rubias, de 1953, y el vestido de boda de Brigitte Bardot en 1959 habrían venido a reforzar y extender esta tendencia en el imaginario popular de occidente.

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Contado de este modo, parece evidente que la vinculación entre el rosa y lo femenino tiene que ser cultural, y sin embargo, a pie de calle, en el día a día, está tan automatizada que puede dar la impresión de ser “natural”, incluso “eterna”. Este fenómeno, que lo cultural parezca “natural”, se da constantemente, y yo creo que se encuentra vinculado con nuestra tendencia cognitiva a la metafísica, nuestro hábito de creer en verdades inamovibles.

Tomemos, por ejemplo, el asco: ¿hay algo más “natural”, menos mediado por el pensamiento? Cuando algo nos repugna, quizás hasta el punto de darnos arcadas, decimos que nos produce una reacción “visceral”, es decir, ubicamos su origen en la parte inferior del cuerpo como opuesto a “la cabeza”, al centro de decisión. Asociamos “pensamiento” con “deliberado” o “cultural”, y el cuerpo, las vísceras, con lo “natural”, lo “automático”, y por tanto lo eternamente humano, lo inevitable.

Pero el asco, según demuestran varios estudios, es también aprendido, tanto como el gusto de las niñas por el rosa. Anécdota escatológica, me encontraba hace unas semanas en el cine, sentado a tres asientos de un tipo obeso y peludo que comía palomitas. Me llegaba desde su zona un cierto aroma que no estaba seguro de ubicar: ¿se trataba del olor de las palomitas o… de una retahíla encadenada de ventosidades? Lo curioso es que, cuando pensaba que se trataba de pedos, me daba asco; cuando pensaba que se trataba de palomitas, me olía delicioso.

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Algo parecido se da en el caso de la misofonía, una reacción patológica a ciertos sonidos. Hay personas que no soportan, por ejemplo, el sonido de una persona mascando apio: les causa una reacción tan violenta, automática e incontrolable, que produce alteraciones en el córtex auditivo. Ahora bien, si la persona que sufre de misofonía piensa que el mismo sonido exacto procede de un oso panda mascando bambú, no sufre ninguna reacción. Y a la inversa, si se le presenta el sonido de un oso panda mascando bambú y se le hace creer que se trata de una persona mascando apio, la reacción se produce.

“Automático”, “visceral”, no es equivalente de “biológico”, del mismo modo en que “cultural”, “aprendido”, no equivale a “opcional” o “consciente”. Entre los hechos biológicos y el fenómeno de la conciencia se abre al ámbito inmenso de lo inconsciente, de lo no-examinado, de todo lo que aprendemos sin llegar nunca a procesar de un modo explícito.

Pero entonces, ¿qué comportamientos son “naturales”? Yo creo que, en la larga evolución de nuestros cerebros, que tuvo lugar al mismo tiempo que el enorme alargamiento de nuestras infancias, estos fueron mediando todos y cada uno de nuestros impulsos. Las necesidades las determina el cuerpo, pero sin objeto: los procesos bioquímicos determinan que tengamos hambre, pero no determinan qué queramos comer, ni mucho menos cómo hacerlo; o determinan la existencia del deseo sexual, pero no el tipo de persona que lo pueda satisfacer. El deseo es biológico, su objeto es aprendido

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Y puesto que la relación entre objeto y deseo es dinámica y depende de un bucle de retroalimentación, el objeto aprendido modula la intensidad del deseo y puede llegar incluso a anularlo. (“Aprendido”, insisto, no significa “opcional” ni “consciente” ni necesariamente “modificable”: no creo que nadie “escoja” su género ni su orientación sexual, ni que estos puedan ser “reorientados”, porque las estructuras cognitivas en que se basan son tan fundamentales, están tan enredadas con la base de nuestra identidad, que tanto daría que fueran biológicas).

Volviendo a Lucía: si reconocemos que su gusto por el rosa es completamente cultural, lo que me parece más interesante es el modo en que este pedazo concreto de cultura se ha colado en el hogar de mi hermana, que tanto cuidado había tenido en dejarlo fuera. Lucía no está expuesta a ese flujo incontrolable de exterioridad que suponen las pantallas de teléfono, ordenador o televisión, y solo recientemente ha comenzado a acudir a la guardería. Creo recordar que Alma, la hija de Laura, que nació en un mundo cerrado por el covid, expresó su gusto por el rosa antes incluso de comenzar a socializarse. Ni Laura ni mi hermana valoran particularmente este color y, sin embargo, su valoración ha sido transmitida a sus hijas. ¿Por quién? ¿Cómo ha penetrado “lo social” en estos hogares?

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Nuestro comportamiento no es meramente mimético ni indiscriminado, ni se basa en una “simple” identificación de pertenencia a un grupo (o de lo contrario tenderíamos todos a ser la misma persona). Esto significa que nos vemos forzados a averiguar qué comportamientos son deseables (valiosos) y cuáles no, un aprendizaje que procede a su vez de las personas a quienes consideramos valiosas (el comportamiento de un desconocido no nos sirve de modelo).¿Quién posee ese valor? Inicialmente, los padres. Pero, puesto que los padres otorgan valor también a otras personas, que a su vez pasan a ser ellas mismas dadoras de valor, la red de modelos, de ideales, se expande rápidamente. Cuanto más valiosa consideremos a una persona, cuanto más nos importe, más nos importarán también sus juicios, verbales o silenciosos, deliberados… o inconscientes.

Porque además los padres no siempre saben (de hecho, no lo saben casi nunca) qué es lo que valoran ellos mismos, y por tanto qué comportamientos están alentando. En unas vacaciones recientes, Peter, un primo de Molly, católico de misa semanal, nos contaba que su hija Abbie era atea desde los 10 años. Describía en tono cómico, pintándose a sí mismo como un padre incompetente sin ningún poder sobre sus hijos, cómo Abbie le había dicho un día, siendo todavía una niña, que todo aquel asunto de Dios no tenía ningún sentido. Aunque en teoría él valora mucho la religión, a mí no me cabía duda de que nos estaba contando aquella historia con orgullo, y se lo señalé. “¿Orgulloso de que mi hija sea atea?”, me preguntó, escéptico. “No, orgulloso de que sea independiente y un poco contestataria” (un valor que, por cierto, creo que sé de dónde saca él mismo, porque conozco a varias de las personas entre las que creció). Peter me respondió que si yo era tan perceptivo, debía de deberse a que no llevaba suficiente tiempo en EEUU –una broma con la que estaba admitiendo que tenía razón.

Es decir, Peter no alentó el ateísmo de Abbie de forma directa, pero alentó el tipo de comportamientos que le recordaban en ella a las personas a quienes admira, lo cual tuvo el efecto indirecto de que abandonara la religión, una posibilidad que él mismo no habría sabido anticipar, con la que podría no estar de acuerdo, pero que aun así le enorgullece. Del mismo modo, ni mi hermana ni Laura han alentado el gusto por el rosa en sus hijas, pero seguramente han alentado una identificación con lo femenino en general que a su vez hará que valoren lo que valoran las figuras femeninas que se encuentran a cada paso (en la guardería, en la calle de paseo, en las ilustraciones de los libros) por el camino de sus vidas. (Es bien conocido, como señalan Butler y de Beauvoir, el tipo de anticipación sobre el carácter del bebé que se produce en los padres tan pronto como averiguan el género: una anticipación que se convierte en condicionante. La historia del ser de las personas está repleta de profecías autorrealizadas).

El mecanismo es simple, pero recursivo, y puede dar lugar por tanto a altos niveles de complejidad y, con esta, de individuación, porque aprendemos de muchos y aprendemos sin cesar, a través de una red de influencias que se origina en el hogar familiar pero se expande constantemente.

No hay diferencia entre psicología y epistemología: somos quienes aprendemos a ser.