Falleció Orson Pérez, periodista, escritor y etc. etc. etc.
Orson Pérez
Hace unos días nos dejó: mezcla de genio y locura intermitente, simpatía y gracia de acuerdo a los méritos del momentáneo interlocutor presente, sincero e inteligente. Fue una imagen imponente para el que supiera leer entre sus líneas (a veces solo silencios). Osco y afectuoso, a su manera. Un dominio del idioma que surfeaba su vasta cultura general. Amigo, mi homenaje y esa admiración que desarrolle durante nuestra amistad, en el recuerdo de un cuento que me enviaste : .
LA VIOLENCIA ESTÁ EN NOSOTROS
Cafetín de las Broncas
Un cuento que recoge la nostalgia de tiempos en que los bares eran más que puntos de encuentro. La vida de toda una ciudad hecha cuerpo en personajes que todavía hoy nos dan identidad:
Sobre Uriarte al 1700, cuando se junta con Oro hay una casa abandonada, con una ventana cerrada con una vieja cortina metálica. La puerta de madera aparenta haber estado clausurada desde hace siglos. Arriba, se mantiene todavía la antigua estructura de un toldo. De manera más que inoportuna, “El Angelito de Palermo” destacó uno de sus anónimos aprendices en la zona. Porque allí, seguro, había una historia dando vueltas. Y era así nomás. (publicación original mayo 2001)
De acuerdo a nuestras fuentes, casi medio siglo antes que al joven actor Brad Pitt se le diera por hacerse el duro, funcionó en nuestro barrio un auténtico club de la pelea. Allá por la década de los 40’s, Rudecindo Camacho llegó del interior a establecerse en la gran ciudad.
Ex boxeador amateur y estibador en Rosario, una noche de suerte con los naipes le proporcionó la suma con la que cumpliría el sueño de su vida: ser patrón. Descartados varios rubros, y aunque despreciaba dicha actividad por considerarlo «cosa de gallegos», Camacho compró el fondo de comercio de un bar de mala muerte, allá por los arrabales de Palermo sobre la calle Uriarte.
“El Buen Café” reabrió sus puertas por aquel entonces, y su impaciente propietario, ya gastaba a cuenta de futuras ganancias.
El salón no tendría más de seis u ocho mesas, piso de mosaico y paredes color mugre revestidas hasta la mitad en madera oscura. Un tragaluz de vidrio rugoso en otros tiempos había alegrado un poco el local. El polvo y la grasa acumulada lo habían desdibujado, y en el techo no era más que una mancha negra a veces mal iluminada. Detrás de la barra de madera con una parte del mostrador rebatible. La registradora, la máquina de café y varias filas de botellas alineadas en una estantería espejada de tres pisos conformaban la infraestructura gastronómica. En una punta de la mesada, un esqueleto de fierro para vasos, pocillos y platos, y una pileta ocultaban la reducida cocina y trastienda. Y al fondo, una de las mesas estaba pegada a una decena de barriles apilados con los que, el dueño anterior usaba para vender aceite y vino al detalle. El excusado estaba al final de un largo y ancho patio que ingresaba casi hasta la mitad de la manzana.
¿El primer quiosco porteño?
“El Buen Café” abría desde las 6 de la mañana, hasta que se fuera el último parroquiano. Y las noches en aquel local eran largas. No había nada que pusiera de peor humor a Rudecindo Camacho que los vecinos que venían “a pedir cualquier cosa”. “¿Fósforos? rugía el hombrón. ¿Qué carajos tengo que ver yo con fósforos? Repetía una y otra vez el furibundo patrón del boliche. Tanto oírlo despotricar mientras cortaba el fiambre o preparaba un café, iluminaron un día la mente de Mateo, su mozalbete asalariado.
Una tarde con el local vacío, el joven encontró la oportunidad para explicarle a su bestial patrón, su inquietud. Si sacrificaban la única ventana del boliche, podrían instalar allí una especie de estantería, para expender al caminante cigarritos, picadura de tabaco y papel para armar, fósforos, caramelos para los pibes, gillettes, genioles, y un sinfín de porquerías muy solicitadas. Para Mateo el asunto no tenía contra.
–“Don Camacho, piense en que toda esta gente no tendría necesidad de ingresar al local, yo podría despacharlos desde la ventana”. Un par de días más tarde logró convencerlo: “Mire patrón, podríamos sumar un renglón más para hacer caja, yo atiendo la ventana. Y a usted nadie lo molestaría con tonterías”. Y así fue. Tras una semana de albañiles incordiándolo, Don Rudecindo incorporó al negocio la ventana con mostradorcito y todo. Mateo se las ingenió para colocar la mercadería bien a la vista. Y funcionó. Vender vendían. Y no sería por flojo o por vago que al tal Camacho las cosas finalmente le resultaron mal.
Una noche de furia
“Abrimos siempre y no cerramos nunca”, había escrito el dependiente en un cartel con tiza mojada sobre el espejo detrás de la barra. Desayunos, almuerzos ligeros, algún que otro guiso, o una pasta por las noches, y caña las 24 horas eran los platos fuertes del “Buen Café” de la calle Uriarte.
Pasaron los días, los meses y los años. Don Rudecindo, de carácter agrio e introvertido, al ver que el fiado estaba matándolo, fue tornándose en un ser irascible, furibundo y muy mal encarado.
Una nebulosa noche de otoño llegó un parroquiano. Robustiano Labanca, operario del ferrocarril, tras una dura jornada de trabajo, pensaba darse un gusto. El boliche estaba casi desierto. Tras la barra, mascullando maldiciones, el patrón pasaba un trapo inmundo a una botella de algo parecido al cognac.
En la mesa junto a los barriles, unos vecinos jugaban al chin-chon. El recién llegado se arrimó a la barra y, de acuerdo a nuestra pesquisa, antes de los funestos sucesos, se habría producido el siguiente diálogo.
–“¿Tiene grapa maestro?”–
–Son problemas míos, y el maestro está en la escuela, ¡¡¡así que acá no vengas a romper las pelotas!!!!
–Uhhhh diga Don, ¿cómo me trata así a la clientela?, se atajó Labanca que no buscaba problemas.
–Yo hago lo que se me canta –se empacó Camacho- que para eso soy patrón, así que ¡mandate a mudar! ¡hijunagransiete!!!
–Tenga mano pulpero, que a mi nadies me corre con la parada– dijo el tipo agarrando una silla como para boleársela por el mate al iracundo bolichero.
¿Ahhhh? -ahora Rudecindo tenía lo que quería- ¿así que sos guapito? Yo te voy a enseñar cuántos pares son tres botas. Venì para acá y largá esa silla o te la rompo en el lomo te la rompo–
Lejos de arrugar, el frustrado cliente lo encaró con fiereza –¿Qué vas a romper vos?, le gritó arrojándole la silla por sobre la barra. –¿Vos y cuántos más? ¡Mamarracho!
Entre vidrios rotos y al piso con la campana sanguchera, Rudecindo levantó la mesada rebatible y ahí nomás se trenzaron a trompada limpia.
“Mire joven, esas manos dolían de solo escuchar el ruido”, narró al cronista uno de los testigos del encuentro. El vecino, ya mayor, pidió reserva, pero estar allí jura que estuvo jugando una partida de naipes. –Volaron sillas, mesas, vasos, botellas, barajas y porotos… ¡mi madre cómo se pegaron esos dos! – De acuerdo a su entrecortado relato, el “local” finalmente llevó las de ganar. Pero no se la llevó de arriba. El ferroviario, por pedir una grapa, cobró para todo el campeonato. Pero antes de retirarse, le dejó un par de derechazos que el irascible gastronómico jamás olvidaría.
–Y usted sabe cómo es la gente– continuó el vecino geronte y memorioso –las cosas se saben–. Robustiano Labanca volvió una noche, y no solo. Pero ésta vez las cosas fueron un poco más ordenadas. Al verlos entrar, Don Camacho, sin pronunciar palabra, salió de atrás de la barra y se fue para el patio del fondo. Y ahí nomás, uno por uno, les rompió la jeta a Labanca y sus dos amigos.
El ferroviario se hizo habitué. Y sus amigos también. Los martes y jueves eran las reuniones de pugilato. Una noche, Don Rudecindo no tenía ganas, así que lo reemplazó en el centro del ring uno de sus clientes. Se trataba de un morocho categoría crucero al que los amigos llamaban “ginebrita”. Con el tiempo llegó un petiso que se ofreció como árbitro. Otro comedido, un uruguayo negro como la noche, empezó a traer toallas y el balde con agua.
La cuestión, recordó nuestro confidente, –es que a Don Camacho no había quien le durara tres rounds–”. Hasta que apareció un hombre barbado y de escasas palabras. De baja estatura, pero morrudo y fornido, entró al Buen Café y se mandó al fondo. Y esa noche, por primera vez en su carrera el ex estibador de Rosario, besó la lona. Pero antes, el extraño, de quien aseguraban que era vasco, lo castigó duro. –Mire cómo habrá sido la cosa, que después de llevarlo al Rivadavia, nunca volvimos a ver al pulpero– Nadie sabe si fue la pateadura, la vergüenza, o quién sabe qué. Pero Camacho jamás regresó.
¿Y qué fue de Mateo?, preguntamos al anciano. –“El siguió un tiempo con el boliche y el quiosco, esperando a su patrón, que nunca regresó. Pero peleas ya no hubo ninguna más. Hasta que una mañana, creo que por octubre del 45, Mateo cerró el local y se fue con una barra de muchachos para Plaza de Mayo donde, decían entonces que había lío con el gobierno. Y vaya a saber qué fue lo que encontró allí, pero podría creerme joven? si le digo que él tampoco volvió por el barrio”–
Y qué paso con El Buen Café? –Cerró para siempre–
Orson Perez